Antes de que Adán se ahogara en el río…
Antes
de que Adán se ahogara en el río, porque claro, cómo iba a saber él que te
puede pasar eso cuando se te llenan de agua los pulmones, antes de eso, digo, nos
pasábamos el día inventando nombres para las cosas. Porque el mundo latía de
cosas nuevas y no había palabras que las designaran, y con él nos sentábamos en
las rocas de la playa, estirábamos nuestros largos cuerpos al sol y podíamos
pasar horas nombrando cosas.
Al principio nos salían nombres graciosos y
largos y complicadísimos, como si nos retáramos tácitamente a que cada nueva
palabra contuviera todos los sonidos del universo, como si cada palabra debiera
implicar un descubrimiento para nuestra lengua que se deslizaba fervorosamente
por nuestras bocas, buscando con su punta nuevos rincones para generar nuevos
timbres y arrullos y aleteos. Y yo creo que así nos gustaba seducirnos, a base
de sonidos y risas, porque muchas palabras que inventábamos eran graciosísimas.
Algunas las descartábamos rápido porque las
pronunciábamos una vez y no podíamos pronunciarlas una segunda, de lo retorcidas
que eran. Y así, por ejemplo, no teníamos más remedio que pasar de algo como
“piribircllkcaprof” a “lago”, y nos moríamos de risa de ambas por ser tan absurdas
las dos.
O también, creábamos palabras a base de puras casualidades,
como por ejemplo, cuando yo inventé “avestruz” en medio de un estornudo; o como
cuando inventé la palabra “murmullo” para intentar describirme la piel, cuando Adán
me acarició la oreja con los dientes al intentar decirme algo en voz baja, algo
que no entendí ni me importó no entender.
O a veces no llegábamos a acuerdos, porque los
dos pensábamos que “miedo” era una hermosa palabra, dulce y venenosa, pero para
él “miedo” se refería a Dios, y para mí se refería a la Eternidad , y no había
desempate que nos contentara, entonces pasábamos a la siguiente palabra.
O también inventábamos palabras por asociación
libre, como cuando Adán empezó a señalar con su dedo índice cosas al azar:
pasto, rastro, ristra, cresta, costra, costa, costilla.
Y recién ahí fue que se tocó por primera vez
en su vida el lugar donde debería estar la costilla, es decir, la ausencia de
costilla, y recién ahí supo de la costilla, y recién ahí le dolió no tenerla,
como si con el nombre la hubiera materializado.
Y empezó: “devolveme la costilla, dale, dale,
era mía, yo fui primero, dale, la costilla, dale”.
Primero
era como un chiste, y yo también me reía, pero después ninguno de los dos se
rió, él hablaba en serio, y no paraba de exigirme algo que ahora me constituía,
y a mí me ponía nerviosa con su pedido irracional; y entonces, en juego,
siempre en juego, lo empujé, como quien quiere espantar a las moscas, pero con
tan mala suerte, que Adán cayó. Al río.
En mi defensa, yo tampoco sabía qué era eso de
la muerte.
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